¡Salud
compadre, ahí queda eso!
Desde las vacaciones no he vuelto a dar más pasos por la orografía de nuestros montes, entre fiestas y cosas que surgen de improviso, ha sido imposible, por eso siento ese mono que produce la falta de una buena escapada. Ya Loe me venía diciendo hace tiempo que cuando volveríamos a irnos de marcha, así que ahora es buen momento para adentrarnos en la aventura. Hace días que vengo barruntando, como dicen mis maguitos, la posibilidad de volver a ese fantástico enclave que es la Mesa de Tejina, la cual me impactó bastante la primera vez que la visite. Así que dicho y hecho. Hoy 24 de enero, día de San Francisco de Sales, nos ponemos en marcha. Esta vez sólo vamos a castigar nuestras patas Loe y yo, pues Merci trabaja y Ari últimamente algo más perezosa para los pateos, prefirió quedarse en casa en los brazos de su amigo Morfeo ¡Qué aproveche!
Salimos a eso de las nueve hacia La Laguna. Una vez en la estación, bastante animada por cierto, nos encontramos con un grupito de pibes y pibas, dispuestos a pasar un buen rato cargados con neveras, bolsos y un tremendo aparato de música, con una marcha entre toque de palmas, pasos de baile cimbreando todo el cuerpo; dando a entender que se trataba del preludio de un buen tenderete. ¡A disfrutar pibitos que la vida son dos días!
Dejamos La Laguna rumbo a Tegueste, desde donde iniciamos nuestra andadura a eso de las diez sin prisa pero sin pausa. ¡Que agradable es caminar por las calles del pueblo a esa hora! No hay casi nadie por estos rincones, el efímero silencio que embarga a este lugar sólo se ve interrumpido por el canto de los gallos. Ya llegamos a la calle principal entre la plaza de San Marcos, y el ayuntamiento, respirando el aroma del café que desprende la máquina del bar de la esquina. A veces sueles tropezarte con esa entrañable doñita que, con paso apresurado, ves como se dirige a la típica ventita del pueblo a por el pan oloroso y calentito para el desayuno que con tanto cariño prepara a la familia. Seguimos adelante, dejando a nuestras espaldas el ayuntamiento subiendo por la calle Francisco Franco. (¡Españoles! ¡Viva España!). Pasamos junto a una especia de terraza bar, cuyo signo de identificación son los improvisados mástiles de un barco de vela.
Ya comenzamos a ver los primeros maguitos con su añejo sombrero, un saco al hombro y al cinto su infatigable compañera, la podona. Unos caminando y otros montados en sus ruidosas pibas acompañados de su incondicional amigo el bardíno, siempre atento a cualquier indicación de su amigo o a cualquier imprevisto para guardar la integridad de su amo. Todos en formación cual romería, dirigiéndose a los campos a trabajar sus tierras.
Casi llegando al final de la calle, divisamos el drago de la casa de Prebendado Pacheco y la plaza de Pedro Melián, donde hacemos una mini parada para después continuar. Estando en la placita, vemos como por una esquina de la misma aparece un perrillo vecino de estos pagos, que dirigiéndose con premura a una de las farolas, al vernos nos da los buenos días con la mirada y luego levantando una de las patas trasera, eliminar el sobrante de una larga noche de encierro. A continuación alejándose un poco comienza a dar vueltas sobre sí mismo, cual trompo y de improviso se detiene para descargar su oloroso paquetito y con la misma se marcha por donde vino. Como el que dice ¡Salud compadre, ahí queda eso! En dos minutos llegamos a la entrañable plazita de La Arañita, atravesando el barranco Aguas de Dios, para luego subir por la primera pista entre chalets.
A Loe comenzó a abrazarla cierto gélido airecillo que hizo que se pusiera el jersey. A mi niña se la veía disfrutando del entorno, ya que hacía bastante tiempo que no hacíamos excursiones juntos. Digo bien “Mi niña”, porque para mí siempre seguirá siendo mi niña, aunque sin darte cuenta ves como se ha convertido en una mujercita de catorce años y que ya me pasa tres cuartas de altura (creo que tengo complejo de bastón). Hay que ver ¡Cómo pasa el tiempo!, Si hasta hace poco venía corriendo a mi lado, llorando porque decía que se había dado “un pancanazo”, en fin la vida.
Seguimos adelante, hasta que noto como los pelos se me ponen de punta y comienza cierto nerviosismo al ver a lo lejos un gran perro (no puedo evitarlo, no me gustan los perros sueltos) que jugaba con dos niños, mientras su padre araba un campo junto al camino, menos mal que era mancito tirando a bobo. Saludito de rigor y p’alante. Después dejando la pista y subir los tres escalones que te llevan al camino empedrado, hicimos una pequeña parada en el diminuto mirador para admirar a vista de pájaro la panorámica de todo el valle teguestero. Luego continuamos hacia nuestro destino La Mesa. La cual parecía que nos esperaba con los brazos abiertos, como la madre que espera a esos hijos que emigraron y hace tiempo que no ve. Seguimos el senderito pasando a través del túnel del tiempo que forma las ramas retorcidas del bellotero. En pocos minutos estábamos en el cruce de Cuatro Caminos, en la degollada que separa La Mesa de La Orilla. Seguimos rumbo a la izquierda por la veredita hacia los eucaliptos.
Aquí Loe se pasó a mi derecha, porque por donde íbamos nos encontramos con un grupito de gallinas cotorritas, que formando un corro en una era, parecían que celebraban una boda. Rebasado este tramo, enseguida Loe sin decirme nada se pasó a mí izquierda y todo porque un poco más arriba a nuestra derecha había un esplendoroso gallo, que al vernos, nos daba indiferente la espalda y comenzó a batir las alas, dejando al descubierto su maravilloso plumaje en tonos que iban desde un negro azabache brillante a un amarillo, pasando por unos dorados atigrados. Bellísimo gallo. Pues para rematar la faena, nos deleitó con su voz de tenor lanzando al aire su imperial canto, pero mirándonos de rejo sin quitarnos la vista de encima.
Dejamos atrás los eucaliptos, pasando por encima del cuarto de aperos, rumbo a la pared de roca, punto que nos indica el comienzo de la escalada hacia La Mesa. Pues entre rocas, pencas e inciensos, nos pusimos en un santiamén en la parte más alta, pero no sin antes probar en mis carnes el picotazo de una penca traidora que escondida entre inciensos, esperaba agazapada el momento para el asalto. ¡Qué brisa más fresca recorría toda esta meseta! El día estaba nublado, aunque por momentos aparecía alguna que otra ventana que te dejaba ver un trocito de cielo de un azul intenso. Loe estaba fascinada con el paisaje, o eso me pareció y yo pensando que aún no había visto lo mejor. Continuamos el senderito de cara a las laderas del barranco de Porlier. Al llegar a las cuevas, Loe se quedó perpleja al ver como me introducía en una que parece profunda y oscura (la de la boca con la campanilla), pensando que detrás iría ella, pero enseguida se dio cuenta del efecto que allí se produce, al ver como disimuladamente me reía y por fin entró.
Regresamos a nuestro sendero y después de pasar por alguna zona de tramo difícil, donde noté que Loe tenía un poco de miedo, llegamos a la planicie de La Mesa, lugar que tiene la forma de una pista de helicópteros, y continuamos hasta llegar al extremo norte y final de nuestro paseo de hoy. Al llegar a este punto, se impuso la comilona, sentados en unas rocas muy cerca del precipicio, admirando toda la vista panorámica que teníamos delante, con unos prismáticos en una mano y un bocadillo en la otra, como para no perder el tiempo. Tuvimos la suerte de ver salir un boeing 747 de Iberia que giraba frente a nosotros para luego perderse entre las nubes.
Después de una media hora de relajo total, se impuso el regreso, con un poco de pena pero con un hasta pronto. Ya en el descenso hacia Tegueste nos encontramos con algún que otro mortal que subía hasta aquí. Saludito de encuentro y patas para que os quiero. Al llegar de nuevo al bellotero, nos fijamos más detenidamente en su tronco, todo retorcido y muy arrugado. Al coger un trozo de la corteza, nos dimos cuenta que era corcho, cosa que me extrañó, pues pensaba que solo lo producía el alcornoque. ¡Cada día se aprende algo nuevo!
De vuelta ya en el pueblo, ya se notaba otro ambiente con más gente deambulando por las calles. Una vez en la parada, no tardamos mucho en coger la primera guagua que apareció, que resultó ser la de los barrios. Esta nos llevó en un recorrido turístico por todo Pedro Álvarez, donde pude ver la pista que en coche te lleva a los montes de Tegueste y desde ahí a La Orilla. Ya en la estación de La Laguna, solo nos quedaba el regreso a casa, haciendo un pequeño balance en imágenes retrospectivas que quedarán guardados para siempre en el rincón del recuerdo de nuestra memoria y en las hojas de este manuscrito, para poder volver a recordarlo.
Sábado, 24 de enero de 2.004