miércoles, 22 de octubre de 2003

24 Zapata

 
¡Vaya un ratito me hizo pasar, la muy...!

    Hoy día de Santa María Salome, después de un día de descanso, me lo he tomado a pecho y me vuelvo a poner en marcha aunque ayer, los nuevos agoreros del tiempo, habían pronosticado tormenta con intensas lluvias y en las zonas altas nieve. Sin embargo son las siete y media de la mañana, está comenzando a despuntar el día y por lo que pueden ver mis ojitos que están bastante cascaditos, hay nubes dispersas de las que parecen que sí... ¡Pero no! Bueno pues como el tiempo parece que va a ser conmigo bastante clemente, no pienso quedarme en casa enconejado, esperando a ver que pasa. En caso de algo tengo mi capa de superhéroe. Hoy tengo pensado hacer un recorrido que me viene rumiando hace tiempo en mi cabeza, es Zapata en lo alto de Igueste de San Andrés pero sin bajar a la playa. Con todo preparado en un momento y las niñas para el instituto, salí de casa a eso de las ocho y media porque la perrera para Igueste salía a las nueve y cuarto y fue muy puntual.
    A Igueste llegué sobre las diez menos cuarto y me baje en la penúltima parada, en Lomo la Cruz, justo donde la carretera hace una curva muy cerrada para pasar el barranco. Comencé a caminar por la pista rumbo a La Crucita pero sin tener que llegar arriba. La pista ahora se encuentra en obras, debido a las intensas lluvias del 2.002 que provocaron desprendimientos y derrubios sobre la misma. Un camión subía y bajaba constantemente transportando materiales y se podían apreciar varios grupos de obreros en algunos puntos estratégicos de la pista para acondicionar las obras del barranco. Después de llevar un buen rato caminado: pasar dos badenes, una pendiente y un grupito de casas aisladas; justo doblando una curva, me encuentro a un señor mayor muy amable que se encontraba lavando su coche a la sombra de la pared de un risco, y como me parecía que llevaba más de un cuarto de hora caminando, tenía el presentimiento de que me había pasado en el recorrido. Le pregunte al señor si me faltaba mucho para llegar a Lomo Bermejo, punto clave para iniciar mi ascenso a la cumbre, y con una sonrisa me dijo que me había pasado un poco, pues era el primer grupo de casas aisladas que había dejado atrás hacía ya un rato. Pues otra vez a retroceder lo ya andado, menos mal que esta vez era bajando.
    Por el camino, a mitad de la pendiente, vi la cabeza de un perro, por mi derecha en el lado opuesto bajando la pista, que asomaba entre el margen de la pista y el cauce del barranco, que no me quitaba la vista de encima y que me estaba poniendo un poquillo nervioso. Pues poco a poco iba asomando el cuerpo hasta que se situó en el margen de la carretera, con los ojos vigilantes clavados en mí... ¡Coño! En ese momento del tembleque que me entró, los calzoncillos se me quedaron en las patas y los escapularios se me pusieron de un salto en el cogote, que no me dejaban articular palabra. Todo porque veía que el animal muy despacio, se estaba dirigiendo a mí, menos mal que enseguida me tranquilicé porque vi aparecer la cabeza del dueño, que salía en ese momento del cauce del barranquillo y atajó al perro. Este resulto ser una preciosa perra bardina leonada. ¡Vaya un ratito me hizo pasar, la muy...! Pasé por delante de ellos, con saludito de buen paisano pero por el extremo opuesto de la pista y vigilando a la perra con el rabillo del ojo, y ésta a su vez no me quitaba la vista de encima.
    Enseguida llegué a Lomo Bermejo y justo en un badén, una vez pasado éste bajando, hay una piedra grande por donde sube una veredita que se dirige hacia una casa. Como no estaba muy seguro, pregunté a un maguito que se encontraba trabajando su finquita y me confirmó que ese era el camino para llegar a La Atalaya. Pues por él me metí y giré enseguida dejando una casa a mi derecha, luego según la guía, seguí por unos tubos y continué el senderito, siempre siguiendo las tuberías, pero me armé tal lío que en vez de cambiar la dirección, continué toda la vereda pasando por el lado derecho de unas casas, cuando debería haberlas dejado por mi lado izquierdo; Por esta razón, no pase junto a una vieja torreta de electricidad, que había visto al principio del camino. El truco estaba en no seguir hacia las casas y yo sin embargo, me metí de lleno en ellas. Comencé a subir por veredas un poco raras y por unos pasos algo difíciles entre tabaibas, piteras y cardones. Hubo momentos en que las veredas se perdían e incluso hasta mi paciencia, de tal manera que a punto estuve de dejarlo y volver por donde había venido. Pero también sabía, aunque más bien intuía, cual era el punto de la montaña al que tenía que dirigirme. Este era hacia una degollada. No sé como, pero me dio por seguir el rastro de las cabras, es decir, el de sus cagaditas, y santo remedio me llevaron hacia el verdadero camino. Éste era en largos tramos de una línea quebrada que subía hasta la cima, formando el camino de las vueltas, hasta llevarte a la Degollada del Cuchillo. La vista en este álgido punto es maravillosa teniendo allá abajo, bajo mis pies las casitas de Lomo Bermejo y el barranco como línea fronteriza de las dos laderas. En este lugar me fijé que en un hueco que había en una roca del piso, se hallaba resguardado del sol y casi imperceptible, una botella de plástico con agua que seguro sería la reserva de algún cabrero que se queda por aquí largo rato, puesto que en el trayecto había visto cuevas acondicionadas para tal fin, incluso alguna servía para pernoctar pues tenía hasta una manta doblada.
    Al pasar hacia el otro lado de la degollada, dejaba de ver el barranco de Igueste y me encontraba en un lateral de la cabecera del barranco de Zapata, justo en la ladera derecha. Continué por una veredita que va paralela a la cresta, subiendo unas veces y otras bajando, en dirección al mar. El cauce del barranco es muy suave, cubiertas sus laderas por tabaibas y cardones, donde destacaban dos pequeñas palmeras. Enseguida llegué a un cruce de caminos, que han marcado con un montoncito de piedras, esta zona se llama Jagua. La veredita que baja te lleva en una media hora a la playa de Zapata, pero como ésta no era mi meta de hoy no la seguí. Continué de frente por el sendero y empecé a ver un tremendo roque en el mar. Este es el roque de Antequera, algo que me fascinó porque no esperaba verlo desde esta posición. Seguí el camino ahora un poco ascendente que me llevó hacia una especie de mirador natural, lugar llamado El Anden, donde pude apreciar un curioso efecto óptico, el perfil de las laderas del barranco de Zápata formando una “uve” y el roque de Antequera al norte, tocando los extremos de cada ladera, dejan en su centro un trozo del mar cautivo, formando un perfecto triángulo, este insólito efecto recibe el nombre de El Lago de Antequera ¡Fascinante!
    Continué subiendo hacia la cresta, dejando atrás este simpático mini mirador. Cuando llegue a la cima, apareció ante mí la Casa de los Atalayeros, pero no me dirigí hacia ella. Eran ya casi las doce del mediodía hora ya de echar algo a la panza, así que cogí hacia la izquierda hasta llegar a un punto geodésico, lugar donde hice la parada para descansar y comer algo, acompañado por un grupo de cabras que con sus balidos me daban la bienvenida sin dejar de rumiar una buena ración de pasto fresco. Este lugar recibe el nombre de la Atalaya vieja y para mí, es uno de los puntos más deslumbrantes de esta zona donde la panorámica es bastante interesante:
 - Frente a mi un soberano océano, donde como un niño se mece el Volcán de Tacande en su aletargado viaje hacia Las Palmas, dejando como indicio de su andadura una estela de espuma.
 
- Luego a mi derecha todas las crestas de los escarpados barrancos con Igueste, San Andrés, Santa Cruz y hasta podría decir que podía divisar el faro del Porís de Abona, y un poco antes la Basílica de la Candelaria. Hoy toda esta zona estaba cubierta por un manto de espesas nubes de color gris que a mi parecer amenazaban un buen palo de agua.
 
- A mi izquierda la impresionante vista de la playita de Antequera con su gran Roque, desde aquí con ayuda de unos prismáticos podía observar bien el muellito y las casas diseminadas incluso pude seguir el paseo de una lancha. Algo más alejada la montaña del Sabinar, puesto desde donde dicen que se comunicaban, a veces por medio de hogueras, los lugareños de Punta de Anaga con los atalayeros de Igueste, cuando divisaban en la lejanía algún barco.
 
A mis espaldas, tengo todo el manto esmeralda de Anaga, donde destaca El Chinobre.
 
    Se puede pedir una tribuna mejor que ésta, con 360° de impresionante panorámica, percibiendo la frescura del aíre que baja de los barrancos en contrapunto con el ascenso de la brisa marina, que te aporta el punto justo de esencia suave y deliciosa con sabor a sal que te abre el apetito. Luego a comer se ha dicho.
    A eso de las doce y veinte recogí los bártulos y con algo de pena pero con la promesa de volver alguna vez, me marché de este lugar en dirección a la abandonada Casa de los Atalayeros, a la que llegué en cinco minutos. Esta casita tiene un solo cuarto con muros anchos y fuertes que han aguantado bien el paso del tiempo y un techo abovedado que más que una casa parece un búnker y donde se ve que ha servido para pasar alguna que otra juega nocturna. Desde la atalaya se divisa todo el barrio de Igueste y el cordón umbilical que lo une a San Andrés. Desde aquí pude ver en la lejanía que venía la guagua, así que como no me daba tiempo de cogerla, decidí disfrutar del momento e ir un poco más relajado, pues la próxima perrera de Titsa no llegaría hasta las tres y diez de la tarde.
    Dejé atrás la casa y me dirigí por la cresta hacia La Arrobada, donde se encuentra la Cueva de Las Vacas. Según mi guía por esta zona hay un pozo natural de unos cuarenta metros de fondo, llamado El Bujero, pero yo no lo vi. Aquí ante la inmensidad del valle puedes tener una pequeña sensación de vértigo, que enseguida se disipa cuando comienzas a bajar. La vereda es una especie de rampa de tosca que en ciertos sitios tiene escalones irregulares y que en pocos minutos me llevó al camino carretero, algo más ancho pero que en fuerte pendiente viene desde Igueste. En este cruce seguí hacia la izquierda y desde aquí pude ver que por el camino subían dos personas a las que por la forma de andar se las veía bastante fatigados.
    Siguiendo este camino en unos diez minutos llegué por fin al Semáforo, lugar al que hacia tiempo quería venir. Es un edificio abandonado y en ruinas, muy peculiar que se construyó para reemplazar a la Casa de los Atalayeros. Su estructura es similar a la que se construyen junto a los faros: tiene un pasillo central bastante largo que comunica los cuartos a ambos lados de éste. Al final del pasillo hay una sala de forma hexagonal con grandes ventanales, aunque del edificio solo queda la estructura. Y bajo esta sala un gran aljibe, que aún tenía algo de agua estancada. Luego se sale a un gran patio con vista al mar, donde se encuentra verdaderamente lo que es el Semáforo. Este es un artefacto parecido al mástil de un barco pero construido en hormigón con unos ganchos a modo de escala para poder acceder a lo alto, hacia la cruceta de la que salen dos cables de acero y donde se colocaban los objetos geométricos, que avisaban de la llegada de algún barco. Este semáforo dejó de funcionar hace pocas décadas. El patio es un gran balcón hacia el mar y a todo el litoral de este a sur, se puede ver la zona de Antequera y aquí me quedé un ratillo disfrutando del paisaje.
    Poco después abandoné este lugar para coger el camino carretero, ahora convertido en una pesada pendiente, que en ciertos puntos el corazón parecía que iba a salirse por mi boca. Por el camino me crucé con la pareja de extranjero que había visto anteriormente y que estaban más colorados que yo. Al llegar arriba a la encrucijada, la cosa cambió comencé a bajar en dirección a Igueste por el camino carretero, convertido ahora en una rampa con un fuerte desnivel, lo que significaba un duro sacrificio para los pies. Este seguía en vueltas, más vueltas y más revueltas, es decir que dibujaba una línea quebrada donde algunos tramos estaban bastante deteriorados. En una curva del camino me asomé sobre un murito y pude ver que justo debajo estaba el cementerio de Igueste. Y pensé que este punto es idóneo, porque si te da aquí un telele, con la ayuda de un pequeño empujoncito vas derechito y sin costarte un durito. Seguí adelante pasando junto a un pitón que se asoma al precipicio y después de un buen rato bajando, llegue al cruce con el camino enlosetado que, desde el barrio se dirige al cementerio. Cogí hacia la derecha en dirección al barrio y enseguida aparece el camino que baja a la playa, pero continué recto pasando por Las Casas de Abajo, en un laberinto de pasillos que conectan las casas del lugar. Llegué a un chorro de agua, ya automatizado con una inscripción en la que figuraba la siguiente leyenda: “San Benito 1.954”... ¡Este chorro es más viejo que yo!
    Continué por el barrio pasando por las casas donde a esa hora no se veía a nadie, solo se oían las voces de los moradores y del interior de las mismas se desprendían ricos olores a potajes recién hechos y a papas fritas como guarnición de algún condumio. En ese momento el estómago me pegó una sacudida que tuve que salir de allí corriendo. Llegué a la plaza y paré junto a la iglesia de San Pedro y en poco tiempo alcancé la carretera donde se encuentra la parada de guaguas, punto inicial de mi recorrido de hoy.
    Era la una y media de la tarde y la próxima guagua no llega hasta las tres, así que me veía aquí sentado como un “juanmama” esperando en la parada más de una hora y cuarenta minutos. Sin pensarlo dos veces decidí buscar una cabina de teléfono para llamar a Merci y comencé a caminar hacia la parte alta del barrio buscando una. Después de la llamadita tranquilizadora, opte por no esperar y como no tenía nada que hacer, continué mi periplo con un paseo de seis kilómetros hacia San Andrés, admirando el litoral de la playa de Igueste, luego conocí la desierta playa del Balayo y su olvidado proyecto de urbanización. Continué por la carretera en ligero ascenso, hasta que divisé primero la urbanización y después la playa de Las Gaviotas con su caseta bar y tres náufragos torrándose al sol con toda su naturalidad al aíre. Unos tres cuartos de hora me llevó llegar a la playa de Las Teresitas, atajando en una curva de la carretera para ahorrarme la vuelta de San José del Suculúm. Ya solo me quedaba esperar a la primera guagua que llegara, y para casa que son las tres y ya tengo mucho jilorio. No sé por qué pero siempre termino con hambre.


Miércoles, 22 de octubre de 2.003

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